El pasado fin de semana tuve la oportunidad de ver dos películas antitéticas: El lobo de Wall Street y Gente en sitios. La primera, aunque graciosa y entretenida a ratos, me reportó tres horas de nadería aséptica rellenada con excesos muy ligeros y repetitivos, unas virtudes escasas por debajo de la capacidad de su director, y un relato bastante vacío. La segunda en cambio, ante la que me situé en el más absoluto de los desconocimientos, me trajo a la pantalla algo que llevaba esperando más de diez años; una buena bofetada.
La banalidad de sus formas descuidadas, extrañas y urgentes te conduce a un contenido terrorífico, aparentemente críptico, que muestra gente a la deriva, fragmentada, con miedo a una realidad bosquejada con pinceladas de apatía, vergüenza y compasión; y cuya brillantez se culmina con escenas que hablan de una sociedad que ha olvidado cómo hacer lo más básico: beber, caminar y dormir.
Una película que navega por las turbulentas aguas del absurdo entre el optimismo y el pesimismo, que permite al espectador elegir en cuál de las dos orillas desea atracar. Una película que nos ofrece la hipnótica lógica del desconcierto. Una película que nos lleva a formularnos al final una pregunta atroz: ¿y ahora qué hacemos?